viernes, 2 de noviembre de 2007

“La noche de los dones” es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges, publicado originalmente en 1975 en el volumen El libro de arena (1). Relata la historia de un joven que en una misma noche conoce el amor y la muerte: se inicia con una meretriz y presencia la ejecución de Juan Moreira. En el “Epílogo” de El libro de arena, Borges destaca que “‘La noche de los dones’ es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado que ofrece este volumen” [p. 170].

El texto completo del cuento puede consultarse aquí. Para los lectores más razonables, ineptos y haraganes se ofrece a continuación una breve reseña del argumento seguida de una interpretación del mismo.

Argumento
Un narrador en primera persona (su nombre no se menciona; presumiblemente es el propio Borges) cuenta lo que ocurrió en una reunión de hombres en la Confitería del Águila un día que “se debatía el problema del conocimiento” [p. 87], más precisamente la interpretación de Platón acerca del mismo. En un momento, el padre del narrador señaló que “Bacon había escrito que si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber olvidado.” [p. 87] Fue entonces que intervino en la conversación un hombre de edad, “que estaría un poco perdido en esa metafísica” [p. 87], para contar su historia.

Comenzó destacando su discrepancia con los arquetipos platónicos: no recordamos la primera vez que vimos un color, o que sentimos el gusto de una fruta, probablemente por ser muy chicos e ignorar que estábamos ante la primera experiencia de una serie muy larga. Pero hay, también, acontecimientos que nunca olvidamos; en el caso de este hombre, la noche del 30 de abril de 1874 (2).

Entonces tenía 13 años, y pasaba sus vacaciones en el pueblo de Lobos, provincia de Buenos Aires, en la estancia de unos primos. Ese día Rufino, uno de los peones del lugar, lo invitó a bailar, y lo llevó a un burdel. Una de las mujeres del lugar era conocida como “la Cautiva”, quien tenía la costumbre de contar lo que le había sucedido durante un malón cada vez que había un nuevo visitante. Pero esa noche, cuando el relato llegaba al momento en el cual los indios asaltaban la estancia, de repente se abrió la puerta de la habitación, y apareció Juan Moreira. Aprovechando la confusión, el protagonista subió por las escaleras para refugiarse arriba, y allí dio con la Cautiva, quien lo inició en el amor.

Terminado el acto sexual, abandonó el cuarto por una escalera lateral, y al salir a la calle vio cómo Andrés Chirino daba muerte a Moreira. Cansado por los avatares de la noche, buscó a Rufino y juntos volvieron a la estancia.

Habiendo acabado de contar su historia, el hombre lanzó una reflexión final que funciona como cierre del cuento:
[…] A todos los hombres les son reveladas todas las cosas o, por lo menos, todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la mañana, esas dos cosas esenciales [el amor y la muerte] me fueron reveladas. Los años pasan y son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón. Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira. [p. 94]
Exégesis
[Atención: ésta es sólo una entre las muchas interpretaciones que este cuento puede tener. Incluso en el improbable caso de encontrarla convincente, el lector no quedará excusado de buscar alternativas más plausibles y razonables que la aquí ofrecida.]

“La noche de los dones” constituye a la vez una reflexión sobre la memoria y una sutil crítica a la concepción platónica del conocimiento. Como se señaló en el argumento, el cuento comienza con una discusión sobre la bien conocida idea platónica según la cual existen dos mundos distintos: el de las “realidades” o “esencias”, y el de los hechos empíricos, en el que nos toca vivir. En el primero conocemos la verdadera naturaleza de las cosas, los verdaderos arquetipos, que por su naturaleza ideal no están corrompidos por nuestros imperfectos sentidos.

Para llegar al mundo empírico en el que nos toca vivir tenemos que atravesar el río Lete, el río del olvido. En ese momento perdemos la noción de los arquetipos, que sólo podremos recuperar parcialmente cuando los objetos sensibles que percibimos en este mundo nos hacen recordar –parcialmente– lo que habíamos visto en el mundo de las esencias. De ahí la idea de que conocer es reconocer, y el corolario de Bacon de que ignorar es haber olvidado.

Es en el contexto de esta discusión que interviene el protagonista de la historia, un hombre que al decir del narrador “estaría un poco perdido en esa metafísica” [p. 87], porque considera que
[…] Nadie recuerda la primera vez que vio el amarillo o el negro o la primera vez que le tomó el gusto a una fruta, acaso porque era muy chico y no podía saber que inauguraba una serie muy larga. […] [p. 87]
En otras palabras, el hombre “está un poco perdido” porque malinterpreta a Platón: no comprende que éste habla de dos mundos diferentes, y por eso afirma que ver un color (o sentir un sabor) por primera vez ocurre en este mundo y no, como sostiene Platón, en el de las esencias. Pero este “error” de “un hombre perdido entre tanta metafísica” es sutilmente aprovechado por Borges para presentar su propia tesis: ¿acaso la memoria de los hombres no funciona platónicamente, recordando –de manera imperfecta– experiencias que tuvimos una vez y que no podremos repetir jamás?

Para Platón, el mundo sensible no se compara con el de las esencias: éste contiene las cosas en toda su perfección, mientras que en aquél no vemos más que imperfectas reproducciones de las mismas. De la misma manera, dice Borges, la memoria no es más que un defectuoso registro de las experiencias vividas. Podemos construir un elaborado relato mental de nuestra primera vivencia sexual, o de la primer muerte que nos tocó de cerca, o de nuestro primer viaje en avión, o de lo que sea; también, es posible experimentar sensaciones que por su parecido nos retrotraigan a sucesos anteriores, pero jamás podemos volver a vivir aquello que ya vivimos, y tal como lo vivimos: una experiencia es algo irreproducible, algo que no retorna nunca más. Por supuesto, tenemos la memoria, pero ésta no es más que un incompleto registro de hechos e ideas, ordenados de forma tan confusa que muchas veces no se corresponden con lo que verdaderamente sucedió: “La memoria, esa forma del olvido”, es uno de los versos del poema “El ciego” (3). La memoria es traicionera: el protagonista de “La noche de los dones” dice que
Pasado el tiempo, ya no sé si me acuerdo del hombre de esa noche o del que vería tantas veces en el picadero. Pienso en la melena y en la barba negra de Podestá, pero también en una cara rubiona, picada de viruela. […] [p. 92]
En otras palabras, el rostro de Moreira vista esa noche clave se confunde con los otros, los presenciados en el teatro, de la misma manera que las verdaderas formas platónicas no son recordadas nunca en plenitud sino a través de la percepción de sensaciones empíricas y por ende defectuosas. Esta idea se refuerza con las palabras del final, donde queda clara la imperfecta correspondencia entre la memoria y los acontecimientos vividos:
[…] son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón. Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira. [p. 94]
Para reforzar esta tesis se pueden citar las palabras de Borges en el “Epílogo” de El libro de arena respecto a “El otro” (4), el primer relato del volumen: “[…] la memoria, que hace de cada cual un espectador y un actor.” [p. 169] Recordando somos actores, porque nos retrotraemos a experiencias en las que hemos tomado parte; pero no nos retrotraemos a esas experiencias en tanto que experiencias, sino como relatos de lo que nos sucedió: recordar es percibirnos como éramos antes, como lo fuimos en una determinada experiencia, no volver a pasar por ella (5).

En ese sentido, la estructura de “La noche de los dones” es ilustrativa: todo el cuento está elaborado en base a recuerdos que incluyen los recuerdos de otros, como para reflejar ese carácter construido, es decir traicionero y arbitrario, de toda memoria: lo que se recuerda no es lo que sucedió, ni siquiera en parte, sino una elaboración de lo que sucedió; entonces, si las memorias de otros se introducen en el relato original, la fidelidad de lo acontecido se debilita aún más. La estructura del cuento, que se presenta a continuación, dice mucho en ese sentido:

1. Un narrador (Borges) recuerda una discusión entre hombres en una confitería; entre los participantes de dicha discusión está

2. Un hombre de dad, que cuenta (recuerda) una historia que le sucedió durante su pubertad; entre los personajes que recuerda está

3. La Cautiva, que recuerda el malón que tuvo la mala suerte de presenciar.

En otras palabras, Borges recuerda a un hombre que recuerda a la Cautiva que recuerda la historia del malón. La estructura del cuento es la de una muñeca rusa en la que cada historia va “encajando” en la otra: ello nos dice mucho sobre lo que deberíamos pensar acerca de la fidelidad histórica del relato del malón contada por la Cautiva (que, a su vez, es un poco menor que la de la historia del hombre, que a su vez…).

Finalmente, para terminar de convencer al lector de la conveniencia de aceptar esta interpretación se puede traer a colación lo que Borges afirma en “Funes el memorioso” (6), su cuento sobre la memoria por excelencia. En el mismo, la figura de Ireneo Funes, personaje fantástico cuya memoria es total (recuerda con absoluta nitidez cada una de las imágenes que pasaron ante sus ojos en cada uno de los milisegundos de su vida) es utilizada por Borges para hablar de la importancia del olvido. En efecto, el cuento nos muestra que la mayoría de las cosas que percibimos carecen de importancia; Funes “dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.” [p. 168] Y como si esto fuera poco, tampoco podía pensar como lo hacemos nosotros:
[…] era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcaba tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). […]
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. [p. 171-2; el subrayado es original]
En otras palabras, Funes recordaba absolutamente todas sus experiencias; de haber visto a Moreira en persona, jamás lo hubiera podido confundir con el personaje de los Podestá. Más aún, no solamente recordaba las imágenes que habían pasado ante sus ojos: para él, “cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera.” [p. 168] Funes no elaboraba relatos de lo que había vivido; en sus recuerdos, no era simultáneamente un espectador y un actor, sino que volvía a ser el actor que había sido, podía revivir las experiencias por las que había pasado.

La memoria de Funes, entonces, no es una memoria normal; pero esa diferencia no pasa tanto por lo cuantitativo (su capacidad de acumular datos es mucho mayor que cualquier otra) como por lo cualitativo: esa ilimitada capacidad de almacenar le quitaba a Funes toda capacidad (y necesidad) de sistematizar y abstraer que constituye la principal tarea de la memoria en los hombres de carne y hueso. Una memoria que, en realidad, no es “memoria” en el sentido de recordar lo que verdaderamente pasó; una memoria que constantemente nos engaña al respecto, porque mezcla lo que sucedió antes (el rostro de Juan Moreira) con lo ocurrido después (el rostro de Podestá); una memoria que reemplaza las vivencias acontecidas por una elaboración discursiva; una memoria, en suma, equivalente a la caverna platónica, porque en ella sólo podemos ver las tenues sombras de lo que alguna vez nos tocó vivir.

Notas
1. Jorge Luis Borges, “La noche de los dones”, en El libro de arena, Buenos Aires, Emecé-La Nación, 2005 [1975], p. 85-94.
2. En “Funes el memorioso” se nos recuerda que Ireneo Funes conocía de memoria “las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1884”. Jorge Luis Borges, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 2001 [1941], p. 167.
3. Jorge Luis Borges, La rosa profunda, Buenos Aires, Emecé, 1975.
4. Jorge Luis Borges, “El otro”, en El libro de arena, Buenos Aires, Emecé-La Nación, 2005 [1975], p. 7-20.
5. Recuérdese que en “El otro”, Borges se encuentra con el Borges que era en su adolescencia, no con él mismo. Hablar de uno cuando joven es hablar de otro.
6. Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”, en Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 2001 [1941], p.157-173.

5 comentarios:

María Tió dijo...

Gracias por la interpretación del cuento. Fue muy útil!

mferreroFTI dijo...

Tu análisis me pareció excelente!

edgerearl dijo...

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Díaz; Isabel dijo...

¡Excelente análisis, muy útil y productivo! Maravilloso cuento de Borges, lleva a leerlo una y mil veces como para poder captar cada uno de los detalles, que son como piedras preciosas.

Anónimo dijo...

Me gustó mucho ❤❤me gustaría saber la crítica de este cuento